#ElPerúQueQueremos

El “Cerro Rico” del Potosí, “tumba” de 15 mil mineros bolivianos

Publicado: 2011-07-18

Por José Luis Castillejos Ambrocio

Potosí, Bolivia.- De lejos es una bella e imponente colina roja; de cerca, el cerro del Potosí es la “tumba” diaria de unos 15 mil mineros que subsisten, a cuatro mil 700 metros de altura, masticando hoja de coca y bebiendo el “whisky” de los Andes, un alcohol de 94 grados, en medio del irrespirable aire de este techo del mundo.

Pocos, o casi nadie, se han interesado por la vida de los niños, mujeres y hombres que se han hecho recios a golpe de las circunstancias. Aquí parecieran ser los olvidados de Dios.

Ariel Choque, es un niño minero quechua, de 13 años, que observa desde la mina “Caracoles” la riqueza que discurre abajo, en la ciudad de Potosí, la antigua Babilonia del altiplano andino, por donde transitan camionetas Hummer, de 50 mil o 100 mil dólares y camionetas 4×4 blindadas.

“Algún día me gustaría tener una de esas”, dice Ariel quien los fines de semana va a ver a su madre, en un suburbio potosino, a quien le entrega el dinero que gana en la mina y acompaña a su jefe, Franklin Condori, al que le gusta ir a la cantina a tomar “whisky” y a buscar “señoritas”.

Muchos de los que viven en la bulliciosa ciudad, con 36 iglesias, grandes salones, restaurantes, bares, agencias de viajes y algunos hoteles de lujo, no saben lo que pasa arriba, en el techo del mundo, en el Cerro del Potosí, donde caminan, abrazados, el hambre y la miseria.

Uno de esos rostros que se pierden entre socavones, de donde los mineros extraen plata, estaño, zinc, bronce y plomo es el de Ariel quien, desde el inhóspito paraje del cónico “Cerro Rico”, cuenta al enviado de Notimex: “soy un experto en la minería porque trabajo desde que tenía nueve años”.

Ariel golpea dos piedras y muestra pequeños puntos color gris, que asegura son fragmentos de plata. Sin embargo, a pesar de haberlo extraído, casi arañando la tierra, no le pertenecen. Él es un peón, un jornalero y otro, el de una camioneta Hummer, el dueño de la mina, que sólo viene a ver cómo trabajan los mineros.

Ariel es un “chasquiri” (ayudante de perforista) y trabaja con Franklin Condori (23) quien mata con alcohol sus penas, su ausencia familiar y su dolor por la vida. Fue uno de los pocos que quiso hablar en una zona donde no se permite el ingreso de la prensa, donde no se permiten las fotos y quien intente hacerlo, ingresar a la fuerza es ahuyentado a pedradas por un grupo de mujeres que resguarda celosamente la entrada al cerro y a los socavones.

La altura y el frío doblega, ocasionalmente, a este niño que sueña con cambiar de vida, bajar del cerro, vivir en Potosí, ir a la escuela, tener mucho dinero y ser patrón-minero y tener muchas señoritas porque “para eso es el dinero, señor”.

Durante la colonia fueron extraídas del “Cerro Rico” dos mil millones de onzas de plata y hoy, de ese lugar, salen cuatro mil toneladas por día de concentrados de plomo, plata, zinc, antimonio y estaño de los cuales se extrae un 25% de riqueza mineral y el resto es basura.

El ex Prefecto (gobernador) y Comandante General del Ejército del Departamento de Potosí, Mario Virreira Iparri, aseguró en entrevista que el “boom” minero, merced a los elevados precios de los metales beneficia a todos “porque trae modernidad, luz, agua, escuelas, hospitales”.

“Los mineros viven bien”, dice sin rubor y asegura que todos están ligados al desarrollo, y “aquí no creemos en guerras, en sublevaciones contra el gobierno boliviano (de Evo Morales), estamos bien”.

Pero Ariel Choque, el niño minero, lo desmiente: “No tenemos nada. No tenemos médico, escuelas, viviendas; vivimos mal”, enfatiza el menor mientras en su pequeña radio a pilas se escucha la voz del cantante guatemalteco Ricardo Arjona con su “Jesús, verbo no sustantivo”:

“Jesús es más que un templo de lujo con tendencia barroca. El sabe que total a la larga esto no es más que roca. La iglesia se lleva en el alma y en los actos no se te olvide que Jesús, hermanos míos es verbo, no sustantivo”, se escucha. Ariel, sin querer, desmiente a la máxima autoridad del pueblo al indicar que aquí pasan hambre, frío y que todo el dinero se los llevan los jefes de las minas mientras que el resto apenas gana unos cinco dólares por día.

Lo que él ignora es que este cerro comenzó a explotarse desde 1545 y fue artífice del esplendor de Europa entre los siglos XVI y XVIII. Pero pregunta: “¿Porqué le llaman Cerro Rico si aquí todos somos pobres? Y se responde mientras con su dedo índice recorre el horizonte: “no hay igualdad, aquí vivimos mal, con frío, poca comida, pura coca y trago”. Sus sucias y desgastadas ropas confirman sus palabras.

Aquí han pasado más de cinco siglos de historia de sometimiento y nadie se inmuta; “a veces quiero irme al pueblo, tener una casita y tener mi cuarto”, afirma Ariel mientras se alista para ir a Potosí, una ciudad de sinuosas callejuelas, desordenadas y sucias, con muchos indígenas ebrios, lujosas camionetas e iglesias cerradas en pleno domingo.

Los curas se regodean en sus residencias y se alejan del bullicio citadino y desde sus terrazas solo ven a pequeños hombres-hormigas que socavan el cerro del Potosí.

Aunque fue “el nervio principal del reino”, según lo definiera el virrey Hurtado de Mendoza, hoy preocupa a la UNESCO como va decayendo el esplendor de las casonas coloniales, carcomidas por el inexorable paso del tiempo.

De sus lujosos salones, teatros y tablados que en la época de la colonia lucieron riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras de orfebrería y los balcones de las casas de donde colgaban damascos coloridos y lamas de oro y plata. Hoy de esa luz, de esos destellos solo queda el recuerdo. En 1608, Potosí festejaba las fiestas del santísimo sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos de torneos y otros de fiesta.

En las afueras de esta ciudad moribunda, fundada el 1 de Abril de 1545, cuando se empezó a explotar el Cerro Rico, están las vetas más ricas del mundo donde funcionan unas 55 cooperativas, en manos de unos cuantos dirigentes que no aceptan ventilar sus asuntos en la prensa. Los indígenas quechuas son los encargados de extraer los minerales, pero ellos, los verdaderos dueños ancestrales del cerro, no logran arañar la riqueza que pasa por sus manos.

Durante la Colonia, el Virrey Francisco de Toledo instauró en 1572 la mita (tributo que pagaban los indios): “una vez cada siete años, durante cuatro meses, los varones de entre 18 y 50 años estaban obligados a trabajar en las minas, casi sin paga y sin ver la luz del sol”.

De esa forma desapareció el 80 por ciento de la población masculina de 16 provincias del Virreinato del Perú del que formó parte Potosí. “Cada peso que se acuña en Potosí cuesta diez indios muertos en las cavernas de las minas”, escribió Fray Antonio de la Calancha en 1638.

Hoy la muerte es más lenta, el alcohol, la desnutrición, las enfermedades, los males respiratorios y la falta de higiene, golpean a diario a los indígenas. Aquí las mujeres están tristes porque no tienen dinero, ni documentos para cobrar cuando algún familiar muere en la mina. Tampoco cuentan con partidas (actas) de nacimiento ni reciben la renta cuando enviudan y que el patrón debe pagarles.

Johana, es una joven austríaca que trabaja en un organismo no gubernamental europeo, e intenta cambiar la vida de los niños a los que le enseña música, inglés y confiesa a Notimex que en este lugar “son menos que un cero a la izquierda”.

Algunas mujeres se emplean como “guardas” (vigilantes de las minas) y son más aguerridas que los hombres porque piedra en mano ahuyentan a quien quiera conversar con ellas; otras son “palieres” (indígenas que golpean la piedra para sacar los minerales”. Viven en casas de un cuarto, con maridos que todos los fines de semana se van a emborrachar, pero ONGs, como Musol e Intersol intentan ayudarlas, orientándolas sobre cómo mejorar su calidad de vida.

Aquí en el techo del mundo, donde el Estado no protege a los indígenas, se escucha la melodía de Arjona que resume el drama: “Rezando dos padres nuestros el asesino no revive a su muerto. “¡Jesús, hermanos míos, es verbo no sustantivo!”.

Franklin Condori es otro minero que vive entre el alcohol y el olor a lodo, a barro y piedra quemada. Desde su “suite” como llama él a un maloliente cuarto muestra la ropa y los equipos que utiliza. En un pequeño estante tiene el “whisky” de los Andes, un aguardiente de 94 grados que al primer sorbo quema la lengua y cuesta pasar por la garganta. “Es para aguantar el frío y la presión (atmósferica)”, afirma Franklin, quien con su amabilidad intenta hacerse escuchar: “Aquí no tenemos nada, todo se lo llevan los dueños de las minas. Esta es como una especie de tumba donde vamos muriendo de a poquitos”.

Y luego de otro sorbo de alcohol, rebajado con una bebida carbonatada, el minero dice que años van y años vienen y todo sigue igual. Es mucha la piedra, con filamentos de plata, que sale de aquí, cientos, miles de toneladas, “pero nosotros no vemos más que miserias”.

POTOSÍ, UNA CIUDAD QUE AGONIZA

La ciudad boliviana de Potosí, con grandes cinturones de miseria, agoniza lentamente y de su antiguo esplendor solo va quedando ruinas. Hoy a las puertas de Potosí, en la entrada principal del pueblo, decenas de mineros alcoholizados grafican todo lo contrario de lo que fuera este pueblo de gran belleza.

Los indígenas quechuas que extraen los pedazos de roca con plata no logran obtener riqueza. Ellos solo ven como raudamente se desplazan por las retorcidas callejuelas las camionetas blindadas, las hummer, los hombres acaudalados.

Desde el siglo del esplendor hasta hoy no ha cambiado el sistema de explotación del hombre por el hombre. Los mineros más ricos llenan los bares y prostíbulos mientras otros, allá arriba del cerro tienen que sobrevivir con el aire que inyectan las compresoras dentro de los socavones donde la única luz que existe es la mirada de los extractores de minerales.

Se estima que siete de cada diez bolivianos que viven de la minería tienen problemas respiratorios y no cuentan con servicios médicos, beneficios laborales y otras prestaciones.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano describió alguna vez a la sociedad potosina con la siguiente radiografía: “enferma de ostentación y despilfarro aún queda la vaga memoria de sus esplendores y las ruinas de sus templos y palacios”. La razón de ser de Potosí ha sido siempre la minería, pero hoy poco a poco va cambiando todo.

El Cerro tiene una roca de muchas vetas de donde se saca toda la roca posible y se le muele. Ese trabajo, sin embargo, puede pasar la factura a la larga a los mineros, colapsar y venirse abajo. Pero los habitantes de Potosí no quieren que este se derrumbe ni que el Cerro pierda el título de Patrimonio de la Humanidad.

En 1572 Potosí ya superaba en tamaño a las ciudades españolas. En 1610 tenía 160 mil habitantes e igualaba en extensión a Paris y Londres y era una ciudad opulenta donde la gente vestía de seda con encajes de oro y plata.

Hoy la gente se viste de miseria y de la primera Casa de la Moneda de estos confines, construida por ordenes del Virrey Toledo, hoy sólo queda el recuerdo y aunque la ciudad ha sido Declarada “Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad” por la UNESCO poco se hace para volver al lujo de antaño.

Denominada “Villa Imperial” desde el año 1547 por el emperador de España rey de la época, Potosí era la ciudad más fascinante de Bolivia. Hoy aquí solo viene la gente en busca de la riqueza aunque aún quedan leves destellos del estilo colonial que aún decora la ciudad con calles adoquinadas, fachadas barrocas, iglesias.

Potosí, la otrora ciudad colonial y minera poco a poco va muriendo a la par de cómo mueren allá en el Cerro el niño Ariel Choque y su jefe, Franklin Condori.

“Jesús es verbo… No sustativo”.

Copyright ©-José Luis Castillejos A.

joseluiscastillejos@gmail.com


Escrito por


Publicado en

PeriodismoyLiteratura

Otro sitio más de Lamula.pe